El ambiente estaba sereno, colmado de perfumes y sonidos, y el humo de los cigarros que se esparcía en el aire. Yo me preparaba junto con mis compañeros, subido al pequeño escenario destinado a nosotros, a un costado del salón, y mientras nos ubicábamos en los lugares y tomábamos nuestros instrumentos, una ligera agitación empezó a recorrer el lugar. Las parejas se levantaron de las mesas dejando inconclusos quizá algunos cafés, quizá algunas charlas, para empezar el ritual de antaño. Pero a mí no me interesaban todas ellas, y a medida que los compases de Cadícamo fluían a través de nuestros instrumentos, mis ojos empezaron a inspeccionar el lugar buscando los suyos. La larga cabellera negra no tardó en aparecer, y los pies, sus pies, deslizándose por la pista como mis dedos sobre las teclas del bandoneón. Yo entonces me perdía en sus movimientos, contentándome simplemente con observarla bailar. A veces, solamente a veces, nuestras miradas se cruzaban, de esa manera fugaz con la que uno mira a los ojos a alguien que pasa a su lado en la vereda. A mí me bastaba con eso, sin saber siquiera si sería correspondido, o si ella se daba cuenta de que yo la miraba, si aprobaba que la contemplara cuando ella bailaba con otro hombre. Así era todas las noches, el juego se repetía hasta el hartazgo, sin que ninguno se animara a decir nada, aun cuando las miradas se habían vuelto más recíprocas que nunca, y el vínculo era ahora constante. Hubiera sido vergonzoso acaso hablarle, arriesgarme a interrumpir esa conexión tan especial que teníamos, en la que simplemente nos mirábamos, sin compromisos, con esa intimidad que sólo se consigue cuando se está rodeado por una multitud de personas, ajenas a todo contacto. Porque ese era un momento nuestro, que únicamente nosotros compartíamos, y no importaba si ella abrazaba a otro hombre, yo sabía que en realidad muy profundo dentro de sí me estaba abrazando a mí, en esa milonga equívoca y a la vez tan perfecta. Mi papel era simple y primordial, yo sencillamente debía quedarme allí tocando, tocando para que ella pudiera bailar, para que pudiera mirarla y mirarme en su mirada. Pero entonces, de repente, era yo el que bailaba con ella, el que la abrazaba mientras ella se movía suavemente a mi lado. El que salía con ella y le pasaba el brazo por los hombros, o la tomaba de la mano a medida que subíamos las escaleras hasta su departamento; y la desnudaba por fin y me perdía en su pelo negro azabache que tantas veces había visto en aquella pista, a lo lejos, pero siempre tan cerca. Más tarde, ya compartiendo un cigarrillo entre las sábanas, seguía contemplándola, pero ya no con esa ignorante distancia, sino más bien desde un pasado común, un pasado donde nos conocíamos de antes, donde no había habido miradas o milongas distanciadas. La noche siguiente decidimos volver al lugar donde habíamos empezado. Llegamos, buscamos una mesa, tomamos y fumamos mientras los músicos ocupaban sus lugares, y la gente cuchicheaba entre sí. Nos llegó luego la noticia de que el bandoneonista había fallecido, y había sido reemplazado por otro hombre. Una foto del difunto había sido colocada en  la barra, y algunas personas se hallaban de pie frente a ella. Al ver la cara del bandoneonista, no pude evitar sentir una enorme tristeza, una sensación de haber conocido muy bien a ese hombre. Creo que ella sintió lo mismo, quién sabe por qué. Tal vez por esto, o tal vez no, dejamos poco a poco de concurrir a ese lugar. Comenzamos a circundar otros bares, a bailar otras milongas, y a compartir otras salidas. Hace un poco encontramos un departamento muy lindo, en zona sur, pensamos mudarnos allí cuando llegue el otoño.


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Lo escribí en el 2008 escuchando a Piazzola. De ahí el título.